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La preparación para enseñar

Por medio de instrucción divina, el Señor estaba preparado para la función más grande de la vida terrenal. En Lucas leemos:

«Y el niño crecía y se fortalecía, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios era sobre él»
(Lucas 2:40).

A esto le sigue un relato de las Escrituras en cuanto a la juventud del Salvador. Cuando tenía doce años de edad, acompañó a Sus padres a Jerusalén para celebrar la Pascua, como era la costumbre. Cuando regresaban a su hogar después de la celebración, descubrieron que Jesús no estaba con ellos. Al regresar a Jerusalén, lo encontraron.

«Y aconteció que tres días después le hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores de la ley, y éstos le oían y le hacían preguntas» (TJS Lucas 2:46).

«Y todos los que le oían, se maravillaban de su inteligencia y de sus respuestas» (Lucas 2:47).

Este ejemplo de la vida temprana del Salvador muestra el sentimiento de apremio que Él sentía por enseñar la palabra de Dios. Un profeta que sintió un apremio similar fue Jacob, el hermano menor de Nefi. Jacob y su hermano José habían sido consagrados sacerdotes y maestros de su pueblo. Tomaban sus responsabilidades muy en serio, asumiendo que ellos mismos deberían dar cuentas si no enseñaban a la gente con diligencia. En el versículo 19 del primer capítulo de Jacob, escribió:

«Y magnificamos nuestro oficio ante el Señor, tomando sobre nosotros la responsabilidad, trayendo sobre nuestra propia cabeza los pecados del pueblo si no le enseñábamos la palabra de Dios con toda diligencia; para que, trabajando con todas nuestras fuerzas, su sangre no manchara nuestros vestidos; de otro modo, su sangre caería sobre nuestros vestidos, y no seríamos hallados sin mancha en el postrer día» (Jacob 1:19).

Al igual que el Salvador, los maestros también deberían tener un sentimiento de apremio por aprender la palabra de Dios. En la sección 93 de Doctrina y Convenios descubrimos que el Salvador no recibió «de la plenitud al principio, mas recibía gracia sobre gracia» (versículo 12). En la admonición que el Señor hizo a Hyrum Smith, dio un sabio consejo a todos los maestros. Dijo:

«No intentes declarar mi palabra, sino primero procura obtenerla, y entonces será desatada tu lengua; luego, si lo deseas, tendrás mi Espíritu y mi palabra, sí, el poder de Dios para convencer a los hombres» (D. y C. 11:21).

Colaboración: Fabiola Cespedes Hurtado
Editor: Javier Cespedes H.       javiparisien@gmail.com